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Crónica de una muerte anunciada

Era un cachorro alegre y juguetón, pequeñito, no pesaría más de 2 kg. Le encantaba jugar con todo el mundo. El niño de la familia disfrutaba haciéndole rabiar. Todos se reían.

Así, el niño de los vecinos empezó también a hacerle rabiar, era muy divertido ver cómo se enfadaba y daba mordisquitos. Otros niños de la familia y del vecindario cogieron la costumbre de jugar de esa forma con el cachorro.

Al cachorro hacía tiempo que no le gustaba este juego. Gruñía y mordía pero no por diversión. Intentaba comunicarse, explicar que eso no le gustaba. Intentaba quitarse de encima tanto estrés, tanto pellizquito, tanto cogerle del morro, perseguirlo hasta acorralarlo y ponerlo panza arriba. No se encontraba bien.

Ningún adulto se percató de esto. Nadie se dio cuenta que había dejado de ser juguetón, nadie dio importancia a que ya no buscaba contacto con personas desconocidas. ¡Un cachorro de 5 meses rehuía el contacto con las personas! Gruñía con insistencia y mordía si le tocabas.

A los niños, origen de su miedo y de su frustración, les ladraba como un energúmeno si veía aparecer a alguno. Sus juegos sin control habían empezado todo esto.

Un día, paseando por la calle, una familia pasó por su lado, el pequeño de 2 años andaba de la mano de su mamá. Se acercaron sin ni siquiera percatarse que ahí estaba el cachorro. El niño sonrió e hizo un gesto con su brazo. El cachorrito se sintió amenazado y se abalanzó sobre él, mordiéndole en la mejilla.


Poco después un juez dictaminó la eutanasia del cachorro.


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